lunes, 14 de marzo de 2011


DESDE MI ATALAYA
Federico Fayerman

Evidentemente Ulises no estaba pasando por el mejor momento de su vida, entre otras cosas porque su vida se había acabado unas horas antes. Pero el escenario que tenía delante, al otro lado de la cristalera, era algo con lo que nunca había contado.
Desde su incomodísimo féretro de madera de pino, se dispuso a contemplar las reacciones de los familiares y amigos que se acercaran a velarle. Era, pensó, el examen a su paso por el mundo de los vivos y le apetecía conocer la nota final.
Aunque ya conocía por anteriores visitas las salas del Tanatorio, esta vez se le mostraba diferente, seguramente porque la perspectiva era completamente nueva. Tenía la sensación de ser el protagonista de una película y estar desde la pantalla viendo el patio de butacas.
Se abrieron las puertas y como si de un primer día de rebajas se tratara, un grupo de personas entraron a la vez en la sala. En primera posición su actual mujer llevando de la mano a su hijo de 14 años Benjamín. Era el único hijo de ambos ya que los otros tres, que también entraron en la sala en la misma tanda, eran fruto del primer matrimonio de Ulises.
Lola guió a su hijo hasta un sofá situado justo enfrente del escaparate y se dispuso a recibir los pésames de todos aquellos que habiendo sufrido a Ulises en vida, fueran capaces de llorar su muerte.
Rubén, Simeón y José, sus tres hijos mayores tenían respectivamente 30, 28 y 27 años y hacía 14 años que no habían vuelto a ver a su padre, exactamente desde que abandonó el hogar conyugal para irse a vivir con Lola, una rubia que estaba buenísima y además era casualmente 30 años mas joven que Ulises .
Era la una del mediodía y antes de que llegara más gente, los tres hermanos optaron por salir a la calle con el pretexto de ir a aparcar bien los coches.
–Estos van a celebrarlo al bar de enfrente, –pensó Ulises, –aunque poco van a poder celebrar con la herencia que les he dejado –siguió pensando, y después sonriendo hacia dentro trató de adivinar sus caras cuando el notario leyera el testamento y les dijera que no quedaba nada de nada.
Siguió llegando gente, viejos amigos, compañeros del trabajo, primos y por fin aparecieron sus amigos Carlos y Rosita. Ella con un abrigo de leopardo y minifalda a juego. Pese a sus cincuenta años se conservaba esplendida. Calzaba botas de tacón de aguja y camiseta con escote de pico que mostraba el canalillo hasta la desembocadura. Se acercaron a la ventana con vistas a su cadáver. Sus caras reflejaban sentimientos opuestos. En el rostro de Rosita le pareció adivinar un gesto de alivio y en el de Carlos lo de siempre, prepotencia, chulería y vanidad. Por algo presumía que su mujer era la que estaba más buena de la pandilla de amigos. –Serás gilipollas, –pensó Ulises. –Si supieras las veces que me la tirado no irías tan gallito.
Detrás de ellos apareció Jordi, su cuñado y responsable de la calidad y confort del ataúd; se lo imaginó encargándolo. –Nos quedamos con el modelo A-1, el mas barato. Los muertos no necesitan ostentaciones ni comodidades, total va a ir al crematorio.
Poco a poco la sala se fue llenando, todos buscaban a Lola y hacían como que contemplaban un momento al finado. Pésames y más pésames. Ulises empezaba a aburrirse,, así que comenzó a contabilizar mentalmente en dos columnas imaginarias, los pésames que le parecían sinceros y los que no y cuando los falsos iban ganando por mayoría absoluta, dejó de contar pues se había dado cuenta de lo cabroncete que había sido en vida.
Ahora le tocaba el turno a Mr. Douglas Whitaker, Director General de la WTT Corporation, empresa en la que había trabajado Ulises los últimos 10 años como Contable. Le acompañaba Rodríguez, a la sazón Jefe de Contabilidad, hombre de confianza del Director y cabeza de turco cuando se enteraran del desfalco que había cometido Ulises durante los últimos seis meses del ejercicio contable. El infarto mortal le había pillado con tres billetes para Brasil en el bolsillo.
Al rato apareció su primera esposa, Angelines, rodeada de sus tres hijos que presentaban unos ojos sospechosamente enrojecidos, y no precisamente por efecto de haber estado llorando su muerte. Fue directamente al escaparate y ocultándose detrás de sus vástagos, le obsequió con un corte de mangas digno del más afamado modisto. Después fue a sentarse al sofá contiguo al de Lola, siempre acompañada de sus querubines, cuyas caras habían cambiado de expresión al ver la cantidad de joyas que lucía ésta. Rubén susurró algo al oído de su madre y ésta, escopetada, se levantó y arrancó del cuello de Lola el collar de perlas, collar que había desaparecido de su casa al mismo tiempo que Ulises. Las perlas saltaron botando en todas direcciones y durante un rato lo único que vio Ulises desde su posición fueron culos y coronillas, mientras sus dos esposas se liaban a bolsazos y tirones de pelo. Rodaron por el suelo a la vez que la peluca de Angelines y las lentillas de Lola. Benjamín intentó ayudar a su madre y se ganó un tortazo de su hermanastro José. Su histérico llanto se unió a los insultos, ofensas y humillaciones que sufría Lola de parte de la primera familia de Ulises.
Poco a poco la sala se fue vaciando, algunos salían por miedo a que les llegara algún golpe mal dirigido y otros abochornados por el espectáculo.
Ulises se quedó solo. La sala presentaba un aspecto devastador, sillones volcados, cuadros caídos y hasta un salivazo en el cristal del difunto cuyo autor Ulises no alcanzó a ver.
Las cortinillas del escaparate se cerraron y se apagaron las luces de la sala.
En el interior de la caja, lo que los forenses denominarían “espasmo cadavérico” “afectó extrañamente solo al dedo corazón de la mano derecha de Ulises, quizá como señal de despedida.